Agosto de 1988

El aire era espeso como un manto y la humedad se pegaba a la piel volviéndola escurridiza. Las ruedas del coche traqueteaban sobre el poco asfalto que le quedaba a la carretera que iba al pueblo. De entre las piedras partidas y sueltas por el paso de los años, nacían brotes nuevos de hierba que empujaban el antiguo cemento como reclamando lo que una vez fue suyo. Bajé la ventanilla hasta abajo. Los olores del campo me golpearon de lleno con tal fuerza que no pude evitar arrugar la nariz. El olor a estiércol que poblaba las fincas lo llenó todo, desde los asientos a las suaves manos de mi madre sobre el volante. La miré con atención, aunque mantenía los ojos el tiempo justo para que ella no se incomodara. Odiaba que se la quedasen mirando, quizá porque su padre le había estado sacando defectos durante dieciocho años. Creía merecerse algo mejor que una mujer y una hija abocadas a la idolatría del infeliz que cura sus grietas abriéndolas en otros. Todos en el pueblo creyeron que era un buen hombre por las constantes alabanzas con las que a mi madre y a mi abuela se les llenaba la boca cada vez que las preguntaban. Poco sabían ellos que, de hacer lo contrario, había un cinturón de gruesa hebilla esperando en el primer cajón de la cómoda. Mientras la iglesia se llenaba de gente el día de su funeral, a mi madre la llamaron “fulana desagradecida” por no asistir.

Una vez fue mayor de edad, mi madre cogió su maleta de cuero marrón en plena noche, anduvo por esta misma carretera en la nada más absoluta y, en un calor sofocante de agosto, llegó a la vía principal casi seis kilómetros abajo. Allí, con sus rizos negros empapados en sudor, hizo dedo hasta que un coche paró a su lado. Resultó ser el taxista, el único que había en la zona que, asombrado por la hora que era y su apariencia infantil, le preguntó:

¾¿Pero, niña, a dónde vas con lo oscuro que está?

¾¿Puede llevarme a la estación de autobuses? ¾preguntó, a su vez, en voz baja mientras clavaba las uñas en el asa de la maleta¾. Tengo que coger el último que sale esta noche.

El hombre, centrando la vista, reconoció a mi madre de las veces que fue a recoger al abuelo a la cantina por estar demasiado borracho, pero dudó antes de contestar. La chiquilla parecía aterrada, embutida en un vestido viejo de pana en pleno verano, volviendo la cabeza hacia atrás como si esperara encontrarse a alguien de improviso. Pensó en los problemas que podría acarrearle llevar a la hija de otro hombre, en plena noche y en lo que, claramente, era una huida desesperada. La gente intentaría arrancarle la piel a tiras. «En realidad, hija, me parece entender por qué te vas», pensó de pronto, «tu padre huele a miseria por muy buena cara que ponga». Le indicó con la mano que subiera y mi madre corrió al interior del coche.   

Me sobresaltó el estruendo del viejo freno de mano cuando llegamos a la última casa del sendero. Detrás crecían los primeros árboles del bosque, acariciando los tejados hundidos y llenos de tejas rotas. Era el hogar de los fantasmas, el de la infancia perdida de mi madre y el de la juventud condenada de mi abuela. Esta última había muerto hace apenas dos días, sola y seca como una semilla echada a perder. La casa me observaba curiosa y desgarbada con sus ojos de niña huérfana.

¾Cuando entremos ¾mi madre hizo una pausa, respiró el aire caliente de alrededor y lo expulsó lentamente¾. Cuando entremos hay una sola cosa que debemos buscar, hija. Una foto pequeña, muy antigua y en blanco y negro de la abuela cuando era joven.¾Giró la cabeza hacia dónde yo estaba¾. Eso es lo único que quiero recordar: la persona que mi padre me quitó.

Salimos del coche en silencio y caminamos hasta el viejo portón de madera de roble. Me asustaba atravesar el umbral de la puerta, como si el abuelo fuera a salirme al paso preparado para arrastrarme por el suelo, para decirme lo mala que había sido con él. En el interior de la casa el tiempo parecía estanco, retenido en los gritos de antaño. Aunque todo estaba limpio, sin una mota de polvo a la vista, a mí aquello me enfriaba la carne. Las paredes blancas e irregulares servían de sostén para numerosos marcos de fotos en los que mi madre iba haciéndose mayor. Un gran álbum al descubierto. Al final del pasillo, aparecía un bebé regordete con la mano dentro de la boca y mirando al centro de la cámara. Era yo con unos tres meses de vida.

¾¿Y todas estas fotos? ¾pregunté con la voz a punto de rompérseme.

Mi madre, que estaba en la entrada, justo delante de una instantánea de ellas dos cosiendo en la mesa de la cocina, susurró:

¾Cuando me fui de aquí, le enviaba cada mes a la vecina de al lado algunas fotos para que se las diera a mi madre. Seguí haciéndolo cuando tú naciste. ¾Se acercó para tocar sus caras en papel.¾ Supongo que las colgó cuando él murió.

Decidimos que ella subiría al piso de arriba y yo me quedaría a buscar en la planta baja. Empecé por el salón de estar con sillones apolillados, pero el olor a cerrado me sofocó hasta sentir la boca pastosa. Fui entonces a la cocina para ver si todavía corría el agua y así poder refrescarme la nuca. Encima del fregadero había una ventana estrecha por la que entraba un débil rayo de sol que iluminaba el centro de la habitación, dejando el resto a oscuras. Abrí el grifo, que escupió un hilo de agua, y me acerqué al cristal. En una grieta de la madera astillada, a medio camino entre la libertad y el encierro, asomaba una esquinita blanca. Mi abuela.

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